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  • Foto del escritorPaula Moreno

Nuestro ritual de cada día.

“Cada familia husihuilke conservaba un cofre, heredado por generaciones, que los mayores tenían consigo. Aunque tenía algo menos de dos palmos de altura, y un niño pequeño podía rodearlo con sus brazos, en él se guardaban recuerdos de todo lo importante que había ocurrido a la gente del linaje familiar a través del tiempo. Cuando llegaban las noches de contar historias, volteaban el cofre haciéndolo dar cuatro tumbos completos: primero hacia adelante, después hacia atrás y, finalmente, hacia cada costado. Entonces, el más anciano sacaba del cofre lo primero que su mano tocaba, sin vacilar ni elegir. Y aquel objeto, evocador de un recuerdo, le señalaba la historia que ese año debía relatar. A veces se trataba de hechos que no habían presenciado porque eran mucho más viejos que ellos mismos. Sin embargo, lo narraban con la nitidez del que estuvo allí. Y de la misma forma, se grababa en la memoria de quienes tendrían que contarlo, años después. Los husihuilkes decían que la Gran Sabiduría guiaba la mano del anciano para que su voz trajera desde la memoria aquello que era necesario volver a recordar. Algunas historias se repetían incansablemente. Algunas se relataban por única vez en el paso de una generación; y otras, quizás, nunca serían contadas” Los días del Venado. Liliana Bodoc.

Estamos rodeados de rituales, sumergidos en ellos. Algunos forman parte de nuestra vida diaria aunque no les prestemos tanta atención.

Sin embargo, los rituales cumplen una función maravillosa. No sólo a nivel individual sino también familiar, social y cultural.


El olorcito del café de la mañana despierta mis sensaciones y me prepara para ese momento sagrado del desayuno. Recorro con mi mente y mi mano la taza, no una taza cualquiera, es “mi” taza, los sonidos de los frascos que abro para preparar mi café, el molinillo dando vuelta los granos, el agua filtrándose…


El ritual del café matutino organiza mi día. Los rituales justamente nos organizan y nos dan identidad. Que hermoso ¿verdad? La posibilidad de ser nombrados a través de un ritual. Y no necesariamente estoy hablando de un bautismo, que también es un ritual. Sino que me gustaría hacer referencia esos pequeños rituales que, en el día a día, nos sostienen.

Si pudiéramos iluminar con una linterna esos momentos, seguramente encontraríamos que son pequeños actos, que tienen para nosotros un valor especial. Tal vez asociado a un recuerdo, a la transmisión de generación en generación de una costumbre, un código amoroso familiar.


Me atrevo a afirmar que hemos descubierto en ese pequeño acto la manera de encontrar la calma, la alegría, la paz que necesitamos. Los rituales son recordatorios. Nos avisan que estamos vivos. Son regalos que nos ofrecemos.


Son también expresiones de conexión. Gracias a ellos podemos entrelazarnos con otros. Ya sea porque compartimos ese ritual, o porque alguien nos invita a ser parte del suyo. Llegamos a descubrir a ese otro a través de esta práctica amorosa. Los rituales tienen un gran poder mágico, guardan muchas historias en su interior. Algunas de ellas son contadas por los gestos que acompañan al ritual.


_ Pero Paula, ¿qué gesto podría guardar el hacer el café de la mañana?

Todos los que podamos imaginar: la disposición de mi nariz a oler el tarro lleno de café, mis manos girando el molinillo para molerlo, mi mirada esperando que el agua se tiña de marrón….


Los gestos de los rituales van adornando el momento, convocan a la creación de historias. Algunas veces estos mismos gestos invitan a los objetos que forman parte del ritual, como la taza de Paula a contar esas anécdotas. Esa taza se convierte en un símbolo. Símbolo transformador de conexiones.


El ritual conlleva el acto de pensar al otro. Recuerdo cada vez que entraba a mi clase de narración, mi Maestra me recibía con una caramelera llena de bombones poéticos, me los ofrecía para degustar y nuestro encuentro comenzaba. Esa bienvenida era el mejor regalo que podía recibir en el día. Nos disponíamos a disfrutar una de la presencia de la otra.

Si bien es sabido que hay rituales propios de sanación, estoy convencida de que todos los rituales nos sanan. Sanan porque constituyen una bienvenida, y a su vez contienen la cualidad de la transformación. No se trata de una mera repetición sino que hay una carga emocional y fisiológica que le da sentido. ¿Serán entonces los rituales un proceso de transición? ¿Procesos que nos permiten pasar de una etapa a otra, aún en lo cotidiano, en las pequeñas ceremonias de cada día? Me recuerda al arquetipo del Cruce de Jung. Donde hay una transformación en ese transitar de etapa a etapa. Donde algo nuevo emerge.


Por este motivo es que decido incorporar rituales no sólo en mi vida sino en cada sesión con mis pacientes. Institucionalizar un ritual suele ser además muy divertido. Implica como primera medida, habernos conocido, para luego elegir sincrónicamente el momento de invitar al otro a compartir un ritual. Algunas veces el ritual se impone solo. Aparece entre medio de nosotros, se hace lugar y ya es imposible no dejarlo fluir.


Así sucedió con un niñito que me contó que su película favorita era la del rey León, que sincrónicamente es la favorita mía. Me pidió si podíamos cantar una canción de la película juntos. Desde ese día el hakuna matata inauguró un ritual de despedida, de fin de sesión.

Otras veces los rituales pueden ser elegidos, ya sea por mi como terapeuta o por el paciente o la paciente.


En algunas oportunidades el ritual nos permite dar comienzo a una sesión, o es el preámbulo de un trabajo intenso emocionalmente, o decido que sea el pan de nuestro sándwich terapéutico, un ritual de entrada y uno de salida.


Con una adolescente creamos un ritual de inicio de sesión. Cada vez que llegaba al consultorio le preguntaba si había desayunado. Ella me respondía sistemáticamente que no. Entonces íbamos juntas a la cocina, preparábamos un mate cocido y desayunábamos juntas mientras nuestra sesión comenzaba a transcurrir.


De cualquiera de las maneras en que los rituales surjan, están sostenidos por el vínculo que logramos armar con esa o ese paciente. Tal vez el ritual esté siendo parte de la materia prima del vínculo. No podría pensar un ritual sin un otro. Aún en aquellos rituales donde estamos solos, porque nos disponen al mundo de una manera diferente. Y allí hay conexión también.


Los rituales funcionan como un termostato emocional. Nos permiten ir calentando o enfriando un poco las emociones para que estén en su punto justo. Junto a esta capacidad de acunar nuestras emociones, nos permiten sentirnos libres en ellas. Nos dan libertad. Allí en el ritual está permitido. Por otro lado, en el mismo espacio de libertad nos brinda un límite y una estructura. Algunos consideran que los rituales son poesía. Yo también. Por eso a veces toma la forma de arte.


En algunas sesiones los rituales están constituidos por los cuentos: ya sea que ayuden a destrabar alguna situación, cuentos de despedida o cuentos para calmarnos.

Hace unos años atrás en mi consultorio había una mecedora. En ella solíamos terminar las sesiones de una pequeña que había sufrido un evento traumático. Ella sabía que cerca del final de la hora de trabajo, tomaría un peluche (siempre el mismo), me pediría que la tape con una manta y mientras la hamacara, le leería un cuento. Algunas veces se quedaba dormida.


En l@s niñ@s que han sufrido situaciones traumáticas el uso de los rituales en sesión, cobra un valor especial. Para much@s de ell@s la secuencialidad suele ser difícil debido a que el trauma interrumpió las causas y efectos de las experiencias. Para ell@s, no todas las acciones son seguidas de consecuencias acordes a las primeras sino que pudieron constituir experiencias adversas. El miedo o la confusión pudo teñir esa secuencialidad. El desborde emocional o la falta de la regulación de ellas afecta esta causalidad. La misma suele ser muy caótica y fragmentada, con eventos inconexos.


Una niñita cada vez que entraba a la consulta se atrincheraba en un rincón y su cuerpito se congelaba. Tardamos mucho tiempo en encontrar la manera de descongelarse. A modo de ritual, cada entrada al consultorio era recibida con una canción que la ayudaba a volver a su cuerpo.


Esta dificultad de l@s niños traumatizados respecto de comprender el antes y el después, puede verse sanada con los rituales. Al igual que la transición. Es por eso que ante este desborde emocional que puede provocar esta secuencialidad, el ritual prende su termostato. Y algo de una narrativa más coherente surge.


El ritual podría funcionar entonces de conector, de integrador en esas experiencias.

Dice Yehuda “el tiempo del trauma no se mueve en una sola dirección, sino que el pasado invade el presente y las cosas de antes se superponen a las de ahora, haciendo que la temporalidad sea confusa” (Yehuda Na’ama. Comunicar el trauma. 20019. Ed Desclée De Brouwer, pag259).


La simbolización también está afectada por el trauma. Los juegos suelen ser postraumáticos, no libres y creativos, sino literales y estereotipados. Su imaginación y creatividad están limitadas. Por este motivo, combinar el juego con el ritual suele ser muy sanador.

Con un niñito que se mostraba muy tímido y vergonzoso, armamos una cuevita de peluches y mantas para que cada vez que entrar al consultorio pudiera esconderse. Y sólo a la medida que su cuerpito le diera la señal de seguridad, iría saliendo de la cuevita. Así fue que sesión tras sesión, ese ritual fue nuestra manera de crear seguridad interna y cultivar la confianza.


Los rituales colaboran también con generar cierta predictibilidad. Para algun@s niñ@s aquello predecible no existe. No han vivido experiencias de este tipo. La confianza tampoco aparece como un elemento predictor. No saben cuándo pueden sentirse calmos, o cuándo activar la alarma.

El ritual ordena el caos que ha dejado el trauma. El trauma hace que todo sea impredecible, sin una lógica, sin un antes y un después, sin una narrativa coherente, sin conexión. L@s niños pierden ese tiempo producto también de la disociación. No hay puntos de referencia.

Allí surge una preciosa oportunidad de utilizar los rituales como organizadores amorosos. Indicadores de un inicio, un desenlace y un después donde no hay peligro. Donde los eventos empiecen a tener un sentido. Un sentido que organiza el interior, que da libertad para sentir las emociones sin que desborden.

Si los rituales son sinónimo de conexión podemos ofrecerlos a las familias para crear nuevos estilos de comunicación. Rituales que los aúnen en una ceremonia. Por ejemplo: “un tarro del gracias”: donde cada uno coloca un papelito escrito con algo que agradece del día.


El ritual no puede ir separado de las sensaciones fisiológicas. Por eso los rituales incluyen todos nuestros sentidos, hasta la neurocepción. Guiar el ritual en búsqueda de ellas, es un buen ejercicio.


Un niñito que no había experimentado la confianza en los adultos, sabía que en mi consultorio había una mascota dando vueltas. Cada vez que llegaba, llamaba a mi perro y por un ratito lo acariciaba y jugaba con él. Este evento se convirtió en un ritual que denominamos “Ringo al salvataje”. Ringo es el nombre de mi perro y nos imaginamos que venía a salvar a la desconfianza para que le permitiera ingresar al consultorio más calmado.

Los rituales nos permiten permanecer en el cuerpo, porque sólo se desarrollan cuando los encarnamos. Poder ayudar a l@s niños a enraizarse en el cuerpo a través de los rituales suele ser un viaje maravilloso.


El ritual a su vez tiene ritmo. Un ritmo propio. Un ritmo que permite acomodar los ritmos internos desorganizados. Un ritmo que organiza, otorga orden temporal, predice, modela, comprende y siente. Es un ritmo que hamaca, calma. Este ritmo se da en dos direcciones. Entre la terapeuta y el paciente o la paciente y viceversa. Si fuera un ritual familiar las direcciones se amplían. El ritmo del ritual convoca y espera, escucha y hace silencio, siente uno y otro, gesticula uno y otro. Esa danza hace que el ritual cobre vida, que conecte, que comunique, que otorgue identidad. Una identidad que es reconocida y honrada por los que están formando parte de él.


¿Será por eso que los rituales se asocian con la palabra sagrado? Una ceremonia sagrada que recibe al otro y lo nombra.

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