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Foto del escritorPaula Moreno

Legados de amor. La historia de mi libro objeto.

Actualizado: 31 jul 2021

Esta historia comienza en un día caluroso de verano. En la mesa de los encuentros narrativos estaban desplegados unos cuantos libros de poesía, unos cuentos muy coloridos y dos libros de fotos.


La atención descansó en estos últimos y mientras recorría las imágenes, iba leyendo las pocas líneas escritas. Su autora estaba narrando sólo con las fotos, o tal vez con los colores de las fotos o con pedacitos de ellas. Tal vez con todo eso junto.

Enseguida mi mirada recorrió los detalles de esas historias que mostraban recortes de realidad. Y a partir de esos trozos de experiencia podía crear toda la escena entera.


La autora es Marcela Bovisio, licenciada en ciencias de la educación y fotógrafa. La busqué con la intención de que guiara una nueva idea que había aparecido en mi mente, a partir de su trabajo.


No sabía muy bien qué forma tomaría, pero sí sabía que tenía que ver con la exploración de mi historia. Como si necesitara bucear en mi identidad.

El primer encuentro se dio en su casa, ubicada en un barrio tranquilo y silencioso de Buenos Aires. Era un viernes de diciembre del año 2019, hacía mucho calor y el sol no daba respiro. Marcela me estaba esperando con una jarra fresca de limonada y unas galletitas perfectamente acomodadas en una bandeja. Recorrí un pasillo largo, de una casa chorizo hasta la última puerta, que al estar entreabierta dejaba asomar una bellísima biblioteca. Ese recibimiento era preludio de algo bueno.


El calor hizo que nos reuniéramos en su estudio, un cuarto pintoresco y mágico que se ubicaba al fondo del jardín. Marcela me contó que ese espacio era el estudio de su padre, que era fotógrafo y me mostró las paredes del lugar. Paredes que son testigo de las obras de su padre. Sobre la mesa se encontraban sus libros y un libro objeto que había hecho con las cartas de sus abuelos.


No me daban las manos ni los ojos para atesorar todo lo que veía y sentía en ese momento. Sus gatos nos escoltaron toda la reunión.

Dar vuelta cada una de las páginas de ese libro era como activar la máquina del tiempo y volver a vivir esos años donde las cartas eran la manera de comunicarse. Yo también escribí cartas en mi infancia.


El libro de Marcela no sólo tenía fotografías y cartas de sus cuatro abuelos, sino que estaba acompañado de un bellísimo objeto de madera y vidrio que guardaba en su interior un pedacito de esas historias.


Podía sentir flotando en ese cuarto de fotografía un sentimiento intenso y dulce de amor que nos envolvió a las dos. Marcela me mostró unos pliegues de papel fotográfico de su papá y me ofreció trabajar con ellos. Yo sólo tenía una foto de mi niñez en las manos y la inquietud de plasmar mi historia en un libro.


Marcela me escuchó con mucho interés y con calidez comenzó a preguntarme.

Algunas preguntas se basaban en mi historia de vida y otras iban entretejiendo esa historia con aquello que teníamos que definir para nuestra co creación.

Hace un tiempo que me acerco a las preguntas con otra intención. Las saboreo, las dejo recorrer, las investigo, las respiro.


Marcela me ofreció un mundo de preguntas profundas e intensas. Preguntas abiertas, con piel de preguntas como dice Ellen Duthie. Explorar esas preguntas, había implicado primero que Marcela las construyera. Este acto de hacer buenas preguntas es sin duda un arte. Preguntas que no agoten sus respuestas, tal vez que ni siquiera las tengan.

Estas preguntas son las que Marcela creó para mí:

  • ¿Para quién es el libro?

  • ¿Qué buscas transmitir?

  • ¿Hasta dónde vas a enmarcar la búsqueda?

  • ¿Estás preparada para explorar? Eso significa no cerrar, sino abrir.

  • ¿Estás preparada para buscar, para despegar?

  • ¿Para sumergirse y luego volver a emerger?

  • Nos vamos a adentrar en un estado de búsqueda permanente

Ese primer día me fui ilusionada, con la foto de Paula chiquitita, apretada contra mi corazón y dejando que las preguntas fueran recorriéndome.


El segundo encuentro implicó una búsqueda amorosa de cada uno de los objetos que necesitaría para ir armando este proyecto. Me convertí entonces en arquéologa. Desempolvé cada elemento que hilaba mi pasado, los observé con entusiasmo y alegría. Me contaron historias, me hicieron preguntas, me compartieron silencios, dudas, me arrancaron sonrisas y lágrimas.


Descubrí una caja antigua llena de diapositivas, las miré a trasluz, las invité a despertar, las repasé una por una con curiosidad ansiosa.


¡Tantos objetos! Decidí buscar una valija de mano y acomodarlos con cuidado y esmero. Allí estaba todos, buscando un lugar, siendo protagonistas de una nueva aventura. Recorrí media ciudad con mi valijita azul como si estuviera esperando un viaje mucho antes planificado. La llevaba con entusiasmo. Me detuve en el sonido de sus rueditas por cada rincón de las veredas que transitábamos.


El segundo encuentro fue un aquelarre. La mesa estaba lista para dejar descansar sobre ella cada pedacito de mi historia. Así fue. Abrí la valija azul, saqué cada objeto, cada papel, cada carta, cada recuerdo y lo desparramé sobre la mesa.


¿Cómo describir lo que ocurrió después? Espero que mis palabras puedan reflejarlo.

Marcela fue recorriendo conmigo cada uno de ellos. Los tomaba en sus manos, escuchaba la historia que guardaban, los olía, los apreciaba, los respetaba profundamente. Su atención en cada parte de mi historia me hizo sentir una explosión en mi corazón. Una sensación de haber sido recibida con amor y honrada en cada detalle de mi identidad. Porque de eso se trataba. Detalles de amor que guardan mi identidad, que la conformaron.


Ese día no dejaba de sorprenderme. Marcela fue a buscar un tesoro. Llegó a la mesa de reunión con un artefacto sagrado para ver las diapositivas. Era un mini retroproyector de su padre. Sin conocer ella, que estaba realizando un ritual que compartíamos con mi familia.


Preparamos una pared lisa, acomodamos el bellísimo objeto y deslizamos una a una las dispositivas que aparecieron reflejadas en la pared. Como si una película comenzara a correr delante de nuestros ojos. Seleccionamos una a una las fotos, separándolas en grupos de temáticas.


Hubo más preguntas de Marcela:

  • ¿Qué le pedirías a las imágenes?

  • ¿Qué ves en esas imágenes?

  • ¿Qué está oculto? Lo no develado, lo no dicho

  • ¿Qué no ves en esas imágenes?

  • ¿Qué voy encontrando?

  • ¿Dónde voy a centrar mi mirada?

  • ¿Qué necesito despejar, dejar atrás, para enfocar y encontrar lo que quiero trabajar?

  • ¿Cómo es la mirada del que saca la foto? ¿Qué pasó antes y después de sacar la foto?

  • ¿Qué otras fotos hubieras sacado vos?

Un nuevo encuentro


Hubo un tercer encuentro presencial, donde las fotos de las diapositivas ya estaban impresas, y donde nos dispusimos a regar nuevamente un tendal de objetos e imágenes estampadas en papel. Clasificamos cada uno de los objetos, fotos, papeles. Hasta leímos un libro de recetas que estaba entre las reliquias. Nos divertimos leyendo telegramas y repasando con nuestras manos las texturas que descubríamos en cada recuerdo.


Ese día Marcela tenía preparado para mí un relato de Clarice Lispector: Restos de Carnaval. Una historia conmovedora de una infancia narrada desde la niñez. Lo leí en voz alta. Marcela me escuchaba. Hubo un silencio que nos acurrucó un rato.


Marce preguntó: ¿Qué buscas en esos recovecos de tu infancia? ¿Pará qué los buscás? ¿Quién será el narrador? ¿La adulta con la mirara hacia a la niña que fuiste?

Allá me fui nuevamente con todo ese bagaje a seguir redescubriendo mi historia. Sin saber que una pandemia nos estaba aguardando, me despedí de Marcela por el período de vacaciones.


Comenzado el año 2020, y con el tsunami del covid, la decisión fue continuar de manera online. Marcela guiaría cada paso de mi arqueología con la intención de afinar cada vez más la esencia del libro.


Ya sabía que sería un libro y que haría foco en detalles fotográficos que dieran cuenta de una cadena amorosa a través de por lo menos dos generaciones. Definí que, aunque la cadena de amor continuaba con mis hijos, iba a detenerme en mi infancia.


La idea que comenzó a cobrar forma fue la del amor filtrándose de generación en generación. Hice foco en los detalles de ese amor, podía verlos con mucha claridad.

En cada foto, en cada objeto con su historia, nos detuvimos para observar lo que no estaba tan visible. En cada imagen, nos hicimos preguntas, imaginamos historias, relacionamos personas, momentos. Lo ubicamos en la historia de la familia y en la historia más amplia.


El libro comenzó a tomar forma en cuanto a la intención y a la decisión de hacerlo a través de fotos y cartas. Leí sobre trabajos fotográficos, sobre recuperación de historias a través de las fotos, hasta llegué a un grupo de personas que encuentra fotos en la calle y las recupera para armar la historia de los protagonistas.


Comenzó un período de trabajo muy profundo con las fotos elegidas y con las fotos de los objetos seleccionados. Se produjo un juego muy hermoso con cada imagen, donde Marcela iba guiando cada intervención fotográfica. Hubo fotos recortadas, pintadas, tachadas, calcadas, marcadas con punzón, recortadas a mano. Hice collages, superpuse, teñí con lavandina. Hice este proceso decenas de veces con cada foto.


Más tarde llegó el turno de las cartas. Eran muchas. Las escaneé y me dispuse a leerlas con mucha atención. Marcela me invitó a subrayarlas, a recortar partes, a interpelarlas, a buscar indicios, a leer más allá de las letras, a respirar sus texturas.

Subrayé con colores que me remitían a emociones, lloré cada vez que reconocía una frase de mis antepasados en mí misma. Escribí cartas que dialogaban con esas otras del pasado, de otras generaciones.


Descubrí en esas cartas palabras, tonos, colores emocionales, personajes, momentos mágicos que daban cuenta de un legado.

Fue muy bello imaginar el momento en que fueron escritas y descubrir, que esas personas nunca se hubieran imaginado que las cartas llegarían a mí. Que esas cartas estaban marcando un camino.


Una de las cartas contenía una flor que estuvo intacta, guardada dentro de ella durante muchos años. Imaginar su aroma, el momento donde mi padre la sostuvo en su mano, el momento cuando mi madre la sacó del sobre. Sentí que viajaba en el tiempo.


Este proceso de tejer cada carta leída infinita veces, con las fotos intervenidas, con las cartas armadas desde este nuevo recorrido, implicó un trabajo de meses.

A esta altura del proceso, se unió Agustín Gagliardi, mi hijo menor, para ayudarme con el diseño del libro y empezar a compaginar todo este material. Las charlas entre los tres se convirtieron en un amasado suave, delicado, donde cada recuerdo iba encontrando su lugar.


Algunas palabras iban a acompañar el desarrollo del libro. Palabras, frases, narrativas que dieran cuenta del poder del amor. De cómo podemos descubrirlo en una mirada, en el sostén de unas manos, en una sonrisa, en un abrazo tímido o en un abrazo fuerte. En unos globos de una fiesta de cumpleaños, en un beso estampado en el papel carta, en una tinta que garabateaba letras de amor.


El formato del libro también era importante, ya que mi intención era que se fuera desplegando como la historia misma. Buscamos muchas maneras de llevarlo adelante hasta que elegimos un libro que se abre de manera doble y que puede combinar las imágenes, de manera tal que de un lado o de otro se complete la historia.


Agustín se metió poco a poco en esta historia nunca vista de esta manera, y donde mi historia le dio marco a la de él. Esta identidad ya era compartida desde otro lugar. El, buscó conjugar colores, imágenes, fotos, texturas, con una ceremonial belleza.

Este libro necesitó además de una encuadernadora artesanal. Fue una búsqueda intensa y minuciosa. Especialmente para que la encuadernadora pudiera entender el sentido del trabajo y plegarse a él.


Una vez que el libro estuvo terminado. Le siguió la etapa del objeto que lo iba a contener.

Marcela me acercó más preguntas. En función de mis recuerdos con olores, sabores, sonidos, imaginamos juntas cómo sería un objeto que desplegara todas estas aristas de la historia. Un objeto que huela, que cante, que se pueda acariciar, que se pueda recorrer con todos los sentidos.


Surgió el recuerdo de una caja de madera de mi abuela que guarda algunos objetos de nuestra vida compartida. La trajimos a nuestras reuniones. En este punto del proceso también participaba una artista plástica, María Gil Araujo. Con ella bordamos la idea de buscar cajas antiguas.


Pero como de legados de amor se trata, no podía faltar un eslabón imprescindible en esta cadena. Federico Gagliardi, mi hijo mayor. La arquitectura le dio la sabiduría del diseño y su corazón la amabilidad para trabajar la madera.


Fede buscó la madera con mucho cuidado. Su color, su dureza, su olor: Cedro.

Con mucha paciencia probó infinitas maneras de que una caja con detalles de herrajería antigua y espacios demarcados estuviera lista en el trascurso de semanas.

Probó el tamaño de cada objeto que haría de guardián al libro y midió con amor cada milímetro de madera.


Los objetos que formarían parte de este libro objeto serían: una pipa, un reloj de bolsillo, unos zapatos rojos de muñeca y una cajita de música.

El libro objeto no sólo tiene textura en estos objetos y en el libro mismo, sino que también tiene aroma. El tabaco y la madera harán una combinación exquisita, al compás de la canción de la cajita musical.


El título de esta obra fue lo último que apareció. Tardó en plasmarse, pero cuando llegó, fue contundente: "Legados de amor".


¿Por qué escribir sobre este proceso? ¿Por qué compartirlo?


Tomar conciencia de los detalles de amor me parece un gran descubrimiento. Ya sea para mirar hacia atrás como para el futuro. Poder descubrir esos detalles que parecen imperceptibles, pero son bisagra en nuestros vínculos, es de una enorme belleza.


¿Estamos atentos a lo pequeño? ¿cómo miro al otro? ¿cómo sostengo con mis manos? ¿con mis silencios, con mi respiración, con mi escucha sostenida, con mis juegos, con mi sentir al otro, con mi pensar al otro?


Si tomáramos conciencia de que allí descansa el apego seguro, que allí descansa la posibilidad de crecer con mayor integración, con más flexibilidad, con alegría y con la capacidad de sentir mis emociones, identificarlas, compartirlas, expresarlas, tolerarlas.

Si tomáramos conciencia de que en esos detalles descansa el amor. Tal vez así podríamos renovar la intención de no dejarlos pasar. De honrarlos, de hacerlos presente.


Compartir esta experiencia pone de manifiesto la manera en que se trasmite el amor a lo largo de las generaciones. Estos legados amorosos son un hilo conductor de afecto que se convierte en una columna vertebral.

Es un legado que otorga pertenencia e identidad. Una identidad que se irá transformando pero que lleva las raíces del amor.


A su vez, hacer foco en esos detalles de amor hechos legado me genera una esperanza renovada. Descanso en la idea de que allí encontramos la fortaleza, la sabiduría, el coraje para seguir adelante. También es una bellísima responsabilidad: continuar con ese legado con mis hijos para que ellos sean los próximos guardianes de amor.


Me apasiona compartirlo porque creo que puede convertirse en un recordatorio de nuestra interdependencia, de lo que somos capaces de lograr si estamos unidos por ese amor profundo. Como recordatorio en los momentos tormentosos, de que hay algo más amplio que nos sostiene.


Me lleva a compartirlo porque esta experiencia que llevé adelante me permitió mirar con ojos más bondadosos mi pasado y poder integrarlo poco a poco.

Cada vez que leía una carta de mis ancestros, era como acercarme a sus vivencias. Este ejercicio empático permitió ver la historia desde otro ángulo. Contestar a sus cartas como si estuviera allí, o recortar frases de ellas, identificarme con algunas estrofas, disentir con sus enunciados, observar sus diálogos. Llevar registro atento de mis emociones y mi cuerpo mientras hacía ese recorrido fue mágico.


El jugar entre el pasado y el presente también me ayudó a contextualizar. Poner en contexto genera un sentimiento de alivio y comprensión.

Leer las cartas del pasado permite a su vez notar la finitud. Como si hubiera podido experimentar la incertidumbre. Ellos la tenían al igual que yo.


Ellos no sabían lo que ocurriría en sus vidas. Ahora yo sé lo que les ocurrió a ellos, pero a su vez, no sé lo que ocurrirá en la mía. ¿No es acaso esto, una toma de conciencia? ¿No nos lleva a valorar y apreciar cada instante?


Otra razón para compartir tiene que ver con la necesidad de que la memoria sea una aliada y no una enemiga. Aún en el dolor podemos encontrar esos legados de amor.

Me lleva a compartir poner sobre la mesa los “rituales del proceso”. Aprender a convertir los procesos en rituales llenos de paciencia, de curiosidad genuina, de preguntas para habitar, de miradas para ampliar, de respeto por el tiempo, de caminar por ellos y dejarse guiar, de tomar las riendas en otra parte del camino.


Me lleva a compartir la necesidad de transmitir las sensaciones y emociones que aparecen cuando uno mira su historia, cuando espía su identidad sostenida por seres humanos empáticos, respetuosos de los procesos internos, que son brújulas amables en el camino, que se alegran con nuestros descubrimientos, que escuchan con el corazón una pena, que miran los detalles de amor al lado nuestro.


Así viví este proceso que guarda una trama de amor. Esa trama de amor no sólo está conformada por los protagonistas de mi infancia sino también por Marcela, Agustín y Federico. También por mi maestra de Narración, Diana, que me presentó a Marcela. El maestro de Marcela que le enseñó a guiarme, el padre de Marcela que le transmitió la pasión por la fotografía, mis amigos cercanos que sabían de este maravilloso proceso y fueron recibiendo con alegría cada paso que fui dando.


Es una trama que se extiende en el tiempo y conecta. Conectará a más personas cuando lo lean, cuando se pueda llevar a cabo la muestra que ya está armada para compartir una vivencia más cercana del legado.

Esta interconexión es la savia de este proceso. Es un legado que va más allá de mi historia y que conecta otras historias.


Si vuelvo a mirar hacia atrás y me veo jugando, sonriendo, sostenida por brazos, por miradas, por unos globos de cumpleaños, por unos caracoles juntados en la playa, por una cajita musical con sonido a calma, por una pipa que huele a abuelos, por un aroma a eucaliptus juntados en la plaza para echar al fuego y perfumar, veo amor.


Si siento ese amor dentro mío, entonces puedo seguir legando.

Me invade un deseo profundo:


Que podamos encontrar esos legados en nuestras vidas para ser nosotros parte del mismo y seguir tejiendo esa infinita trama de amor.



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