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  • Foto del escritorPaula Moreno

El terapeuta como regulador

Actualizado: 17 ene 2018

Este artículo publicado en la Revista Iberoamericana de Psicotraumatología y Disociación, reflexiona acerca de la capacidad de utilizar el mindfulness como una herramienta para el establecimiento de esta alianza y la creación de la empatía necesaria para ayudar a los pacientes en el arduo trabajo de la regulación emocional que tienen que enfrentar.


Es frecuente que en una supervisión los terapeutas discutan acerca de sus problemas con un caso determinado, cómo deben abordarlo, técnicas y estrategias a utilizar., dificultades y aciertos de los pacientes…

Pero ¿en cuántas oportunidades nos preguntamos sinceramente acerca de nuestro accionar, sentir o pensar? ¿Cuántas veces hemos descripto nuestras emociones y sensaciones físicas con tal o cual paciente?

El hecho de trabajar con pacientes severamente maltratados hace que nuestros esfuerzos en este sentido se redoblen. Ya sea en nuestra planificación del tratamiento con ellos, como en el impacto que este proceso terapéutico tiene en nosotros mismos.

A lo largo de mi recorrido profesional, fui descubriendo poco a poco que el trabajo con mi persona como terapeuta enriquecía aún más mi trabajo y a la vez me hacía crecer como persona.


En mis primeras experiencias como profesional en supervisión, jamás se me hubiera ocurrido expresar que podía sentir alguna emoción o que el paciente había hecho que recuerdos de mi propia vida aparecieran en mi mente (producto en parte de la formación que traía de la facultad en donde estaba mal visto que el terapeuta expresara lo que le sucedía). Sólo me dedicaba a relatar fielmente cada palabra y movimiento del paciente para encontrar la estrategia terapéutica indicada que permitiera el tan ansiado progreso”.

Con años de experiencia, y trabajando en el área del maltrato infantil, la cuestión de callar el impacto en mí, se tornó imposible. Recuerdo una vez que atendía a una niñita de unos cuatro años. El centro de salud donde trabajaba tenía un sótano que se utilizaba como consultorio. Allí abajo, sola con esta pequeñita, la entrevista fluía entre lo que me contaba y u juego. Entonces, repentinamente se para delante mío y me dijo:” te voy a mostrar lo que me pasó ayer”, mientras se baja su pantalón. Fue entonces cuando vi en su nalga una quemadura espantosa que jamás en mi vida había visto. Mi cara seguramente se transformó y mientras tanto la niña me seguía contando:” me quemó con un ladrillo por hacerme pis encima”.

Salí de esa entrevista y de ese sótano con la sensación de estar metros y metros bajo tierra y con un nudo en mi garganta. Creo que fue desde entonces que necesité empezar a contar qué me pasaba a mí cuando veía estas cosas.

En la historia de la psicología, el estudio de la contratransferencia es un tema conocido. Se suelen describir muy bien todos los elementos que la componen y cómo trabajarlos según el marco teórico al cual los terapeutas adhieran.

Sin embargo, en los últimos años se han hechos estudios que muestran cómo el trabajo con la persona del terapeuta, es un elemento imprescindible en el proceso terapéutico.


Dentro de las nuevas conceptualizaciones, he elegido aquella que me ha resultado más eficaz en este aspecto: mindfulness.

Intentaré dar cuenta de la integración del mindfulness como abordaje para entender el rol del terapeuta como regulador de los procesos propios y de los pacientes.

Sabemos que en los casos de traumatización severas, el establecimiento de la relación terapéutica cobra un valor fundamental a la hora de ayudar a los pacientes a estabilizarse. Partiendo de un modelo de trabajo que aborda el tratamiento de estos pacientes en tres etapas (de las cuales, la estabilización es la primera y una de las más importantes), entablar una relación de confianza, seguridad, estabilidad y predictibilidad con el paciente es uno de los primeros pasos a dar.

Estos pacientes tienen severas dificultades en la regulación emocional, como producto de los severos malos tratos sufridos que los llevaron a desarrollar estilos de apego traumáticos.

Por este motivo, la figura del terapeuta aparece como aquel que funcionara como un co- regulador de esta estabilización y regulación emocional que debe aprender el paciente traumatizado. El trabajo es en conjunto y el proceso de regulación se da tanto en el paciente como en el vínculo con el terapeuta. Me animo a decir que el terapeuta también aprende a regular sus propias emociones, en donde el vínculo terapéutico fue su principal disparador.

A veces con estos pacientes, no se remarca de manera suficiente la importancia de crear esta relación terapéutica y lo complejo que puede resultar. La capacidad de “resonancia” del terapeuta con el paciente requiere de un gran trabajo por parte del clínico aunque a veces se inclina la balanza pensando que es solo el paciente el que debe hacer este esfuerzo.


Esta capacidad de resonancia le puede servir a muchos pacientes como la primera experiencia real de ser sentido por otro. No es sólo empatía, sino una danza de empatías que se arma entre ambos, en la que, ninguno de los dos se pierde en el otro.

Los pacientes traumatizados desarrollan lo que Van der Hart, Steele y Nijenhuis (2006) describen como fobia al apego. Esta fobia se traduce en un terror y pánico a perder las relaciones interpersonales, junto con una necesidad de evitarlas.

Para estos pacientes, poder establecer relaciones sanas provee de seguridad, protección, regulación emocional, calma, habilidades de regulación emocional y autocuidado, comunicación, a la vez que les dará soporte y un sentimiento de ser en el otro. (Boon, Steele, & Van der Hart, 2011).

El hecho de sentirse traicionado, abandonado, rechazado o humillado por el otro puede evocar los sentimientos de odio, furia, vergüenza, soledad, temor y desesperación.

Sabemos que en las relaciones con el otro se ponen en juego nuestros propios patrones de apego, los que han sentado la base de nuestro aprendizaje, para bien o para mal, acerca de cómo creemos y esperamos que sean nuestras próximas relaciones interpersonales.

Las relaciones sanas que proveen del cuidado, el soporte y la predictibilidad son esenciales para el desarrollo de estas relaciones interpersonales. Son el puntapié inicial para todo el sistema de regulación emocional del ser humano.

Lo autores antes citados nombran una lista de elementos necesarios para desarrollar relaciones sanas. Me parece interesante retomarlas para más adelante relacionarlas con nuestra labor como reguladores en la terapia.


Ellos hacen mención a:

  • Una relación basada en el respeto, la empatía y la ecuanimidad.

  • La necesidad de límites claros

  • La necesidad de tener un balance entre la autonomía, la dependencia y la interdependencia.

  • La necesidad de sentirse seguros en la relación sin que signifique que el otro debe estar disponible todo el tiempo.

  • Tener la sensación de sentir al otro aunque aquel no esté

  • La capacidad de regular las propias emociones despertadas en esa relación

  • La capacidad de resolver los conflictos que surjan en esa relación

  • La necesidad de una confianza mutua, de que el otro no me lastimará

  • Reconocer que el otro también tiene deseos y necesidades, pensamientos y emociones que pueden ser diferentes a las mías

  • La relación se basa en una negociación donde ambos se benefician y ninguno tiene el control, dominio o sumisión

  • Ambas personas deben poder hablar de sus sentimientos sin sentirse humillado.

  • La capacidad de establecer estas relaciones sanas se basa en ese ciclo continuo de conexión, desconexión y conexión. ¿Cuánto de esto que la autora remarcamos hace a la esencia de nuestra relación terapéutica? Cada uno de los elementos destacados por Boon nos permitirá ir desarrollando una relación de confianza y de seguridad con nuestro paciente.

Pero para nuestros pacientes estos objetivos suelen ser difíciles de lograr y muchos pueden sentir, incluso, que son inalcanzables. Ellos han sido lastimados en su relación con sus otros significativos y desarrollaron sus modelos de relación basados en los que han tenido de niños. Es por eso que cualquier relación cercana, como la terapéutica, se convierte en un disparador de los recuerdos de aquel modelo vivido.


Así como desarrollan una fobia al apego, plantean los autores citados, que estos pacientes también desarrollan, como si fuera la otra cara de la moneda, una “fobia a la pérdida del apego”, un intenso temor y pánico a perder toda relación que perciben como cercana. Este interjuego constante de rechazo y búsqueda del otro, los hace verse inmersos en una situación altamente confusa y frustrante, despertando estos mismos sentimientos en las personas que los rodean. De esta manera se cierra un círculo vicioso en donde todas sus creencias, especialmente las de rechazo, se ven hechas realidad.

Es así que buscan caminos equivocados para resolver problemas en vez de buscar soporte en los otros. Aprendieron a ser autosuficientes y se culpan por la dependencia extrema. Por otro lado tienen una preocupación a ser lastimados, traicionados y a sufrir la indiferencia por parte del otro. Se desregulan rápidamente, apareciendo en sus relaciones el miedo, la vergüenza, la confusión.

Se caracterizan en ellos las reacciones del tipo fuga, pelea o congelamiento. Y el otro no es confiable, sino que aparece como peligroso, y siempre querrá algo a cambio. Sus pensamientos rondan alrededor del: “¿quién va a quererme?” (Boon, Steele, & Van der Hart, 2011)

Dando vuelta la moneda, en la fobia a la pérdida del apego, encontramos reacciones del tipo: desesperación por la conexión y pánico a la soledad. Predicen el abandono o rechazo, dando esto lugar a la evocación del miedo y la furia. La desregulación se hace presente otra vez. Aparece a una actitud de complacer al otro a cualquier precio: esto conlleva el riesgo de la revictimización.

Es en este punto donde cobra real importancia nuestro rol como reguladores del apego. Si bien hay muchas maneras de hacerlo, en este artículo describiremos algunas.

Nuestro trabajo como terapeutas es ayudar a aliviar el dolor emocional. Una terapia exitosa es aquella que permite al paciente cambiar su relación con el sufrimiento. Pero ¿cómo hacemos para aliviar el dolor cuando la vida de ellos está impregnada del mismo?

Una herramienta que puede ayudarnos en este punto es el Mindfulness (Atención Plena).

Definiremos Minfulness como la capacidad para estar con Atención Plena. Siendo así seres más despiertos, que saben lo que hacen mientras lo están haciendo.

La atención plena es una antigua práctica budista que tiene relevancia en nuestra vida actual. Tiene que ver con el hecho de estar en contacto.

Atención plena implica prestar atención de una manera determinada (Kabat -Zinn, 1994), es decir de manera deliberada, en el presente y sin juzgar. De esta manera desarrollaremos una mayor conciencia, claridad y aceptación de la realidad del momento presente.

“El hábito de descuidar nuestros momentos presentes en favor de otros que todavía están por llegar conduce directamente a una falta de conciencia que lo impregna todo, a no percibir la red de la vida en la que nos encontramos. Esto incluye el hecho de no ser conscientes de nuestras propia mente ni cómo esto influye en nuestras percepciones y en nuestras acciones” (Kabat Zinn, 1994. P.27).

Imaginémonos la importancia de esta herramienta para los pacientes que viven atrapados en el pasado y donde el presente es un mundo de disparadores de sus situaciones traumáticas.

Comencé este artículo comentando el recorrido de mi profesión y la integración que fui haciendo de los diferentes modelos teóricos. En estos momentos estoy atravesando la integración del mindfulness en el abordaje del trauma y en especial del trauma infantil.

Una vez que terminé el MBSR (programa de entrenamiento de reducción del estrés) comencé a aplicar lo aprendido en mis pacientes, tan sólo como una técnica. Es así que les enseñaba ejercicios para respirar, comer con atención plena, prestar atención a los distintos sentidos. Sin embargo esto se traslucía en una simple técnica.

Cuando profundicé en el mindfulness como un entrenamiento para terapeutas, lo incorporé no como una técnica sino como una forma de vida y un abordaje teórico. Esto empezó a vislumbrarse en primera instancia en mi vida personal. Si bien el proceso de integración es justamente esto, un proceso, se sembró la semilla de las siguientes cualidades:

  1. Prestar atención a cada experiencia en el momento presente. Estar atenta, despierta, sabiendo lo que hago (Kabat-Zinn, 1994).

  2. Presentar una actitud de no juzgar, de aceptación tanto de los estímulos internos como de los externos (D´souza, 2007).

  3. La empatía hacia el otro.

  4. “Soltar”, como esa invitación a no aferrarme a lo que sea, dejar de luchar

Por otro lado el hecho de empezar a descubrir que el “sufrimiento” es inherente a la vida, y su íntima relación con la impermanencia y la transitoriedad de la vida, hizo que empezara a ver mi propio sufrimiento, mi vida y la de mis pacientes de una manera distinta.

Si bien muchos textos nos enseñan que el sufrimiento es uno de los principales movilizadores del cambio y del desarrollo, que nos permite cobrar conciencia del sufrimiento que nos generan nuestras acciones, actitudes, intenciones y las relaciones con los demás, (Eisendrath, 2004), esta enseñanza empieza a desafiarnos en los pacientes severamente traumatizados. Esto se debe a que sus sufrimientos son extremos, poblados de síntomas en todas sus áreas.

Es entonces donde el sufrimiento los paraliza, donde las “ganas de no vivir” aparecen y donde la aceptación como manera, no de eliminar el sufrimiento, porque sería imposible, pero de utilizarlo como motor para el cambio, se torna complejo.

En el caso de los niños, ayudarlos a la aceptación sin juzgar de su sufrimiento (Pareja, 2006) es altamente difícil, porque implica primero una práctica sustentable en nosotros mismos, como primer punto y en modo paralelo, enseñarles a ellos. En realidad me atrevo a decir que ellos nos enseñan a nosotros porque a veces nos es difícil imaginar tanto dolor. Hace muchos años que escucho historias horrorosas del sufrimiento de estos niños y nunca termino de sorprenderme de ello.

Sin embargo en esta labor de ayudarlos a regular y estabilizarse, el hecho de que puedan poco a poco no rechazar el malestar sino prestarle atención y simplemente regularlo y no que desaparezca, es un desafío.

En otros contextos esto puede estar incluido en lo que llamamos psicoeducación, en donde se valida las respuestas que estos pacientes dan a sus traumas como la única forma de sobrevivir. Una vez que esto se acepta como parte de la reacción de todo ser humano traumatizado es que se puede pensar algún tipo de cambio. La diferencia entre lo que hacía años atrás en relación a la psicoeducación y la integración del mindfulness es el hecho de practicarlo con ellos y no dar una indicación “recetada” sino practicada por uno mismo, esto hace de la enseñanza una danza especial entre los dos.

El mayor cambio que uno les propone a estos pacientes es empezar a tener la posibilidad de decidir como actuar, que decir, que observar, y cómo hacerlo, cuando antes no les era posible, ya que todo era “reacción”. Poco a poco empiezan a darse cuenta de lo que sienten y cómo operan en función de esto. Se dan cuenta de que el pasado está atrás y el “hoy” es diferente.

Podemos ser reguladores del apego enseñándoles minfulness a nuestros pacientes. Cuando lo hacemos con niños aparece un desafío nuevamente ya que:

  1. El niño/adolescente por sí solo no puede incorporar esta herramienta. Es decir que necesitará muchas veces de un adulto que lo guíe.

  2. La severidad de los síntomas requiere que utilicemos muchos abordajes simultáneos.

  3. El apego traumático es el principal objetivo de trabajo.

  4. El terapeuta es un modelador de este apego.

Respecto de los dos primeros puntos se debe tener en cuenta que cuando se empieza a incorporar mindfulness en el consultorio, se necesita siempre contar con un adulto para enseñarle a él también. A los niños habrá que recordarles el ejercicio o ayudarlos en el momento en que deba darse cuenta de alguna emoción y regularla.

Cuando enseño a los niños a percibir sus emociones, pensamientos, sensaciones físicas, para luego decidir cómo actuar, necesito de un padre o adulto que los ayude en este proceso.

Existen algunos recaudos que debemos tomar al momento de incorporar mindfulness en estos pacientes y básicamente se relacionan con los efectos del trauma en ellos.

Por ejemplo cuando les pedimos que presten atención ya sea a la respiración o a las sensaciones del cuerpo, es importante ir chequeando si pueden hacerlo con los ojos cerrados o no, ya que podrían sentirse en “peligro”. Por otro lado, muchos de ellos/as temen conectarse con el cuerpo o desconocen sus

sensaciones físicas de manera directa. Otras veces se siente en el cuerpo el recuerdo del trauma mismo.

Sabemos que en estos pacientes la dosificación del trabajo nos permite un mejor resultado. Los tiempos de intervención terapéutica en general son más cortos, no sólo porque si son niños pequeños el tiempo de atención (por ejemplo en el escaneo corporal: técnica en donde se presta atención a cada parte del cuerpo) es menor sino porque puede ser intolerable estar presente demasiado tiempo con una determinada sensación.

El hecho de prepararlos a estar en el aquí y ahora será una herramienta vital para ayudarlos a no disociar, a que puedan reconocer un flashbacks o diferenciar entre el pasado y el presente.

Respecto de los temas relacionados al apego, es donde encuentro uno de los retos más difíciles y reconfortantes a la vez. En mi propia experiencia trabajar en el vínculo de apego es la tarea más fascinante que he experimentado. Si bien cuando comencé a trabajar como terapeuta familiar esta premisa estaba, siento que al incorporar mindfulness se puede adentrarse en esa “extraña” trama que significa el vínculo entre un niño y sus cuidadores.

Recuerdo que una de las primeras frases de mi entrenadora en el campo del maltrato infantil, fue: “cuando tengas hijos me vas a decir si seguís trabajando en esto, todavía sos muy joven”. En aquel momento sentí un ataque hacia mi “ego” y “reaccioné” con enojo y con ignorancia, pensando que con el conocimiento bastaba (a pesar de estar recién recibida). Hoy a lo largo de los años, no sólo descubro que fue una frase muy cierta sino que necesitaba todo este recorrido personal y profesional para empezar siquiera a vislumbrar el camino.

Es posible que en un principio solo manejara intervenciones, que uno estudia como eficaces y que las ve como en un espejo unidireccional, en donde el terapeuta está “adentro” pero no tanto, y sale de ese lugar para observar como no participante y dar una indicación.

Si reveo mi actuar, sigo viendo teóricamente el concepto del terapeuta como parte del “sistema”. Hoy pienso que ser parte del sistema es este compromiso que una toma consigo mismo.

El hecho de trabajar con la propia aceptación hace que se pueda intentar llevar a cabo lo que Carl Roger dice: “si puedo crear un tipo de relación, la otra persona descubrirá en si mismo la capacidad de utilizarla para su propia maduración y de esa manera se producirá el cambio y el desarrollo individual” (Rogers, 2005. P. 40).

Es decir, que si puedo aceptar a mi paciente cómo es de manera auténtica, más útil le será a él. Sin embargo esta frase que suena tan armoniosa implica un gran trabajo nuestro. Sobre todo en los casos de traumas tan severos donde el riesgo de la persona nos lleva a tomar muchas veces medidas extremas de acción y donde internamente sentimos que debemos “corregir” ese actuar.

Queda claro que aceptar al otro no es permitir que se lastime, pero remarco lo trabajoso que este concepto puede ser en la práctica clínica, evitando que se entienda tan sólo como un concepto teórico y no como una experiencia vivida.

Respetar al otro como una persona distinta, con sus propios pensamientos, sentimientos y actitudes. Carl Rogers (2005) lo describe en esta actitud que brinda calidez y seguridad en la relación.

Muchas veces he experimentado en el vínculo con mis pacientes el hecho de cómo ellos miden en cuotas la confianza para meterse hacia dentro y bucear en su interior. El hecho de darles este respeto y claridad es fundante.

El fino equilibrio entre entender el sentir de estos pacientes y no comprometernos exageradamente con sus emociones (Rogers, 2005) es un arte. Ya que muchas veces corremos en función de ser sus salvadores y eso es un error que nada tiene que ver con restablecer un apego seguro.

Carl Rogers (2005) habla de “empatía” en relación al vínculo con el paciente. Este concepto, en tanto experiencia es esencial en el trabajo con estos niños/ adultos. Crear la empatía de la cual ellos carecieron de niños también es un arte. Si volvemos a tener en cuenta que estos niños necesitan hasta desde el punto de vista neurobiológico, el desarrollo de las acciones que instalen este apego seguro (conexiones neuronales de experiencias positivas), nuestro rol cobra un valor especial.

En el desarrollo de la empatía debemos volver a aquellas conductas de cuidado que no tuvieron en la infancia, y es así que a pesar de la edad pueden necesitar ser hamacados, cobijados, cantados o arropados. Esto va de la mano con la actitud de sinceridad que debe estar presente, no sólo de aceptar a mi paciente tal como es sino de sinceridad con lo que nos va pasando a nosotros como terapeutas y seres humanos.

Recuerdo que atendía a una adolescente que se encontraba alojada en un hogar de tránsito, con una historia muy severa de malos tratos y que había sido capturada con privación de la libertad por una red de prostitución. Ella se encontraba en una de sus noches de desvelo. En altas horas de la madrugada la directora del hogar le hacía compañía. Le había preparado una taza de leche caliente. En ese momento la adolescente comienza a recordar imágenes horrendas de su cautiverio. La directora atinó a subirla en su falda y hamacarla mientras le decía que no tuviera miedo que ya estaba a salvo. Cuando la directora me comenta este episodio entendí lo flexibles que tenemos que ser para aceptar esta forma de acercarnos a estos niños y sus historias de vida. Esta mujer estaba reparando en la adolescente el apego del que carecía.

Retomo a Carl Rogers (2005) que nos enseña una palabra que cobra significado en este contexto. Él dice que la mejor manera de ser confiable para el otro es ser “coherente”, es decir percibir nuestros propios sentimientos y actitudes momento a momento.

Este ha sido el mayor cambio que he notado en mi práctica. No sólo en el sentido de darme cuenta de lo que me pasa con cada paciente sino el poder confiar que esto habla de algo que pasa en esa relación. El poder descubrir cómo reacciona mi cuerpo en determinados momentos es a su vez un modelador para el trabajo con estos pacientes. Si puedo darme cuenta de lo que pasa en mi cuerpo, es posible que pueda intervenir desde la atención plena en él. Notarlo me ayuda a estar empáticamente con el otro.

Vuelvo a remarcar que este desafío es un camino abierto, ya que soy diferente en cada momento y la aceptación no es un objetivo alcanzado sino un proceso de búsqueda con movimientos espiralados de ida y vuelta. Rogers (2005) dice: “si puedo crear una relación de ayuda conmigo mismo, es decir puedo percibir mis sentimientos y aceptarlos, probablemente lograré establecer una relación de ayuda con otra persona” (Rogers, 2005.P. 56).

En el caso de los niños, el hecho de poder respetarlos, aunque parezca mentira es en sí mismo un cambio de paradigma para los profesionales de la salud. Aún hoy no tienen voz ni voto y escucharlos es aprender.

En otra oportunidad un niño de 10 años, adoptado hace tres, con una historia de institucionalizaciones, malos tratos y con un gran nivel de agresividad estaba trabajando en mi consultorio el tema de la distancia óptima para acercarnos. Le pregunto si lo puedo abrazar. Me da su permiso y cuando lo hago me dice que eso le hace acordar las cosas…y yo lo interrumpo y le digo completando la frase “buenas de tu mamá” y él me dice, “no las malas”, “…es difícil de explicarte”. Este ejemplo me mostró que quien mejor sabe lo que le pasa es el propio paciente y sólo él puede describirme qué siente al ser abrazado. Yo tengo que confiar en su sabiduría.

Uno de los momentos más difíciles en esta tarea es lidiar con aquellas situaciones donde el otro muestra conductas hostiles hacia nosotros como terapeutas. Descubrir lo que provoca en mí y cómo acciono ante esto es un gran trabajo, un doloroso descubrimiento.

Doloroso e interesante porque ya no sólo es el otro el que agrede sino yo teniendo que decidir qué hacer ante esto y ante mí misma. Creo que esta actitud se corresponde a la cualidad del mindfulness de la ecuanimidad, en donde puedo “soltar” y recibir al otro tal cual es y a mí mismo tal cual soy.

Retomo el tema de la empatía, ya que está íntimamente relacionado con lo que vengo desarrollando. El hecho de poder practicar la meditación en donde se cultiva el amor incondicional y la compasión, me ha ayudado profundamente en el recibimiento de cada paciente y en especial en el trabajo con los padres de estos pacientes, ya que muchos de ellos son quienes los maltratan. No en el sentido de justificarlos sino de no reaccionar ante ellos.

El poder crear este vínculo de empatía hace que aparezca la resonancia entre ellos y el terapeuta. El otro se siente sentido y viceversa. Podemos trabajar en lo que Siegel (2011) llama “auto-implicación” si con nuestra práctica de mindfulness podemos desarrollar empatía, compasión con nuestra propia experiencia, con nuestro propio yo, podremos conectarnos con los demás de mejor manera.

La transformación es asombrosa. El poder estar presente como un “estado mental”, donde al repetirlo una y otra vez podría convertirse en un estado permanente, genera esperanza y tranquilidad.

Es asombroso el hecho de que al estar presente con los pacientes, se puede experimentar más lo que nos pasa y muchas veces se siente que es un espejo de lo que a ellos les sucede. En muchas oportunidades lo comparto con ellos y es revelador. Otras veces tan solo lo registro en mi cuerpo, en mis emociones o pensamientos.

Una vez estaba entrevistando a un adolescente de 13 años que había sido devuelto por su familia adoptiva, tras dos años de convivencia al hogar donde había vivido prácticamente toda su vida. Este niño sólo se reía y me decía que no le pasaba nada.

Cuando le pregunto si alguna vez le habían explicado porque él se comportaba “mal”, me dijo que no. Mientras le explicaba el motivo de sus conductas y la falta de responsabilidad que él tenía en el hecho de que lo “devolvieran” comencé a sentir una profunda tristeza. En ese momento le miré la cara. Estaba seria y pálida. Me dijo que era la primera vez que alguien se lo explicaba y que quería tener otra oportunidad con sus padres adoptivos. La sesión fue tan fuerte como hermosa y ambas emociones (tristeza y reparación) estuvieron presentes en mi y creo que en él.

Estar presente en el momento presente, implica el ser más que el hacer, sin embargo es absolutamente difícil con pacientes tan traumatizados y es un equilibrio que hay que lograr. Muchas veces el hacer es necesario. Por otro lado el estar allí con semejante sufrimiento ante nosotros es un desafío: estar allí con ellos y su sufrir.

Si ellos pueden percibir que somos capaces de “sostener” ese sufrimiento, podrán confiar en nosotros. Los pacientes traumatizados creen que lastimarán al terapeuta y que serán tratados como en su pasado.

Por otro lado se ha estudiado que practicar mindfulness ayuda al terapeuta a acrecentar su habilidad en el manejo de las técnicas y en la conceptualización del caso (Siegel, 2012). En mi experiencia no podría decir que mis intervenciones sean las acertadas o no pero sí que la calidad de las mismas es notoriamente diferente y que hacen que uno confíe en la capacidad de acompañar al otro. La conceptualización de un caso sin el componente del trabajo propio de la persona del terapeuta es impensada. Si bien esto se ha estudiado en muchos marcos teóricos, creo que visto bajo la lupa del mindfulness habla de un trabajo con la propia vida, nuestras dificultades, sufrimientos… y cómo ello repercute en la relación con el paciente.

Dentro de este contexto de relación terapéutica empática, cobra vida el poder hablar con los pacientes de dicha relación, es un elemento clave. Es maravilloso descubrir lo que podemos hacer con una simple pregunta.

Una paciente me reclamaba que no estuviera presente para ella durante mis vacaciones (a pesar de que ella estaba dada de alta y a fin de año hablamos para que retomara a la vuelta de las vacaciones). Entonces yo le pregunté cómo sabía ella que yo la apreciaba. Se quedó mirándome y pensó un largo rato. Con la cara iluminada me respondió: “porque siempre llenas la caramelera para mi” (yo tengo una caramelera en mi escritorio y es así… antes que venga esta paciente procuro tenerla llena porque sé que le gustan esos caramelos). Me pidió si ese día podía sentarme a su lado en el sillón en vez de estar enfrente. Lo que siguió a en la sesión fluyó como nunca antes había pasado.

Habíamos nombrado la capacidad de cerrar el círculo del apego entre las conexiones y desconexiones- El hecho de darnos cuenta de nuestras desconexiones es entonces un paso obligado. Algunas veces puedo comentarlo con mi paciente y abre un lugar diferente de trabajo con él o ella y otras veces tan sólo la noto. Algunos autores conceptualizan la terapia como un proceso donde dos mentes trabajan juntas, donde hay momentos de encuentros. Son momentos simples, de una sonrisa, una mirada o una pausa en el hablar y la relación crece.

Algunas veces la desconexión puede ser cognitiva y otras emocionales. Lo importante es notarla para buscar la nueva conexión.

La integración del mindfulness en la psicoterapia ha abierto un mundo nuevo tanto en la forma de intervenir como en la manera de entender el vínculo terapéutico.

Siguen quedando dudas y dificultades en la práctica. Dudas en especial del manejo del tiempo en la reparación del apego, en cómo toleramos los terapeutas el hecho de que estos pacientes necesitan mucho tiempo para sanar, cómo trabajar en nosotros el hecho de que muchas/os adolescentes traumatizados vuelven a ser traumatizados porque se escapan de los hogares o porque su vulnerabilidad los hace presa del peligro nuevamente.

Creo que los casos complejos deben abordarse como tales y no podemos aceptar que una sola forma de intervención sea la válida. Eso pondría en riesgo a nuestros pacientes y a nosotros mismos por no tener la flexibilidad para aceptarlo. Por último voy a transcribir un párrafo de Carl Roger que sintetiza esta maravillosa integración:

“El terapeuta piensa: He aquí a esta otra persona, mi cliente. Me siento algo temeroso ante él, temeroso de sus profundidades, tal como me ocurre con las mías. Y sin embargo, a medida que habla, comienzo a experimentar respeto hacia él, a sentir mi vínculo con él. Siento cuanto lo asusta el mundo y los ingentes esfuerzos con que intenta mantenerlo en su sitio. Quisiera captar sus sentimientos y que él advierta que los comprendo. Quisiera que sepa que estoy a su lado, en su mundo estrecho y oprimido y que puedo observarlo relativamente libre de temor. Quizá logre convertirlo en un mundo más seguro para él. Me gustaría que en esta relación mis sentimientos sean tan claros y transparentes como sea posible, de esa manera él tendría una realidad discernible a la cual retornar una y otra vez. Sería bueno poder acompañarlo en el espantoso viaje que debe emprender hacia su propio interior, a encintar los temores ocultos, el odio y el amor que jamás se ha permitido sentir. Reconozco que este viaje es muy humano e imprevisible para ambos y que quizá yo mismo eluda en mi, sin saberlo, algunos sentimientos que él irá descubriendo. Hasta ese punto sé que mi capacidad de ayuda se verá limitada. Sé que en ciertos momentos sus propios temores lo harán percibirme como alguien despreocupado, un intruso que lo rechaza y no lo comprende. Quiero aceptar plenamente estos sentimientos en él, no obstante, espero que mis propios sentimientos se manifiesten claramente, de modo tal que él logre percibirlos en el momento preciso. Sobre todo, quiero que encuentre en mí a una verdadera persona. No debo sentir inquietud alguna respecto de la cualidad “terapéutica” de mis propios sentimientos. Lo que soy y lo que siento es suficientemente bueno como para servir de base a una terapia, siempre que logre ser lo que soy y lo que siento en mi relación con él. Entonces quizás él también logre ser lo que es, de manera abierta y libre de temor”

(Rogers, 2005. P. 69).

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