Ellos viven en los rincones de cada casa. Sería casi imposible encontrar ser humano que no los haya coleccionado. Objetos que aparentemente no tienen utilidad, así los definen.
Como si estuvieran en peligro de extinción, esas chucherías andan dando vuelta por nuestras vidas como si nos quisieran hacer recordar algo.
De niña me apasionaba juntarlos. La ceremonia de guardado de esos objetos preciados, era inconmensurable. Los esperaba un caja decorada y destinada a refugiarlos.
El abrir esa caja representaba entrar a una dimensión íntima a la que muy pocos tenían acceso. Esa caja no se abría porque sí, ni a cualquiera. Como dice Fabiola Lopez, esa dimensión es la memoria de lo inmemorial.
Una tapita de chapa, un papel de mi caramelo favorito, una hojita de árbol, un coquito del eucaliptus, la tuerca de auto de carreras de mi hermano, el botón más amarillo y brillante del mundo, la mariposa que perdió su vuelo y quise atesorar.
Como una coleccionista cualitativa, elegía con precisión cada uno de esos utensillos, o más bien ellos me elegían a mí.
Como si fueran mis compañeros de lo cotidiano, lograban convertirse en verdaderas obras de arte. Síntesis perfecta del aquello “que soporta con dignidad el paso del tiempo y la adversidad” ( Lopez, Fabiola)
¿Sabrán que encarnan la resiliencia misma?
Sonoridad que retumba en la boca, un amontonamiento rebelde de “ches” que se golpean con mi paladar y descansan en las vocales más abiertas que nunca. Imitación sublime del ruido de los cachivaches mezclados por las manos que los revuelven y buscan el recuerdo exacto.
Oigo a esos trastos viejos hacer música con las latas oxidadas, o la madera de aquel pedacito de toc toc. Estoy convencida que sus ruidos son las campanas que anuncian la historia que nos van a contar. Cachos de recuerdos que nos transportan a esos momentos vividos. Cicatrices de la vida escondidas en cada rotura.
¿Quién podría asegurar que no tienen valor?
Cachivachera vieja, mi alma los mira lejos de la tristeza. Porque descubrí que el corazón de los cachivaches laten para transformarse. El poder de esa transformación es el aceite de sus oxidados engranajes. Si alguna vez esos trabejos tuvieron la magia para crear una ensoñación, o para jugar, o imaginar escenarios impensados, entonces el corazón de ellos sigue vivo.
¿Todavía no los han olido? Acercar la nariz a cada cachivache se convierte en una experiencia única. Como entrar en una antigua ferretería. Mezcla precisa de aceites, madera, tuercas, tornillos, clavos y arandelas impregnadas de alegría y calma que entra por las fosas nasales directo al centro del pecho.
Como terapeuta he decidido traerlos en el centro de la escena. Compartir cachivaches es un acto de amor absoluto. Un vínculo invisible sostiene los cachivaches de ambas partes, nos invita a explorar, a imaginar, a sentir, a emocionarnos, a sorprendernos.
Esos tesoros del alma guardados entre papeles descoloridos, telas desgastadas y lanas peludas son invitados a narrar y narrarnos.
Cada objeto tiene un lugar especial en nuestra ceremonia. Cada pedacito que integra ese objeto se convierte en la llave de nuestra intimidad.
Tal vez nos permita recordar que somos pensados por alguien, queridos por alguna persona especial. Son nuestros cachivaches evocadores de amores.
A veces pienso que guardan fragmentos de nuestra identidad.
Recorrerlos con nuestros ojos, nuestra piel, nuestro olfato, hace de brújula hacia un mapa emocional más amplio y espacioso.
Y si en medio de ese ritual, aparece la tristeza, la dejamos escurrir entre las siluetas deformes. Y si aparecen sonrisas cómplices, les damos la bienvenida también.
¡Cómo no reivindicarlos! Si son nuestra puerta de entrada para pensar nuestros apegos y desapegos. ¡Cachivaches desapegados!
Aunque parezca contradictorio, no lo es. Estos pedazos de cacharos son nuestro objeto transicional para fortalecer el vínculo terapéutico. El respeto sublime por cada uno de ellos y la atención amoroso para descubrirlos y escucharlos hablar, hace en sí mismo el acto de amor más hondo.
Muchas veces les propongo a los niñ@s armar una historia más amplia con todos ellos. Buscamos una tela del color de la historia a narrar y nos aventuramos a descubrir nuestras reliquias.
Receta para descubrir cachivaches
Paso uno: De vuelta la caja de cachivaches.
Paso dos: No deje de prestar atención a cada sonido. Ya sea por separado o cuando todos los cachivaches se mezclan.
Paso tres: Repita como un mantra: CACHIVACHE (note cómo se llena su boca de letras, como si estuviera repitiendo un trabalenguas que le sale a la perfección)
Paso cuatro: revuelva los cachivaches como si estuviera frente a una olla de hechicero/a
Paso cinco: mueva sus dedos recorriendo los bordes, formas indefinidas, rugosidades, pedacitos de lisura, arenosas y pinchudas formas.
Paso seis: tome una bocanada de aire y comience a narrar.
Ese lienzo irá convirtiéndose poco a poco en un mapa emocional. Ubicaremos cachivaches, ordenados y desordenados, agrupados por recuerdos, por emociones despertadas, por aromas, por parecido de historias, por ser contrapuestos, nos embriagaremos de nostalgia, de alegría, de risas, los volveremos a ubicar.
Y como último paso nos detendremos a observar nuestra manta de cachivaches. Nuestra historia contada por ellos. Tal vez sea el momento de deshacerse de alguno de ellos, tal vez sólo elijamos guardar algunos, tal vez haya que esperar un poco más.
¿Sigue usted pensando que los cachivaches están en peligro de extinción?
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