“A veces un hijo es tan grande que comprende el olvido de un padre, y otras es tan pequeño que puede pasarse la vida esperando una palabra, una caricia. Este hijo no es grande ni pequeño, por eso no sabe qué hacer, persiste en una imagen que vio hace décadas siguiendo el derrotero de un cuchillo (…) Evoca esa imagen y si no aparece, la inventa, la necesita. Ilusión de vivir en tercera persona, de ser no quien padece sino quien mira, el director de una película sobre la serie de pequeñas decisiones que se traman para vivir.” - María Teresa Andruetto.- Fragmento de “El Hijo” en “No a mucha gente le gusta esta tranquilidad”(2017)
Me encuentro rodeada de fotos en blanco y negro, de distintos tamaños. Algunas están teñidas de un color té, otras apenas dejan ver los rostros. Entre las fotos aparecen notas escritas con letras que no reconozco pero con palabras que me resuenan. Hay objetos de mi infancia que asoman escondidos en la caja que acabo de destapar. Un aroma inconfundible a humedad que llega desde el pilón de cartas. Son pintorescas. Me despiertan curiosidad.
Absorta, pierdo la noción del tiempo, no se cuántas horas llevo zambullida en esos recuerdos. El ladrido de un perro a lo lejos me hace volver al presente.
Que precioso proceso la toma de conciencia. Reconozco que ese viaje lo he emprendido con muchos de mis pacientes niños y niñas que están buscando su origen.
Puedo oírme a mí misma diciendo: “Los niñas y niños que están en proceso de adopción tienen derecho a conocer su historia, es parte de su identidad. Y tienen derecho a hacerlo con el sostén de adultos que los cuiden o con los profesionales que estén a cargo de sus tratamientos”.
Como si en esta frase se pudiera condensar ese viaje en el túnel del tiempo. Por supuesto que no. Hace unos días llegó a mí un documental sobre un antropólogo argentino que descifró los signos de una tumba egipcia.
Fascinada con ese video entendí que tanto él como nosotros, en el proceso terapéutico con esas niñas y niños hacíamos el mismo trabajo: una arqueología de los recuerdos.
La curiosidad por el pasado está presente en toda la humanidad desde hace siglos. Y ya sea por el pasado propio o por el de una civilización entera, esta búsqueda requiere de etapas.
Muchos de los niños y niñas que acompaño en el proceso de integración a una nueva familia tienen esa curiosidad. Algunos de ellos con recuerdos en su memoria narrativa porque son un poco más grandes, otros con fragmentos confusos, otros con pedacitos de historia que le han contado, otros más con la ilusión de leer en eso que llaman “expediente” los códigos secretos, otros tantos con recuerdos corporales o incluso con historias que se han construido sin saber si toda la trama ha ocurrido de esa manera.
Algunos niños y niñas sienten una necesidad imperiosa de buscar sus orígenes, otros buscan parecidos o diferencias, ya sea en los rostros, en los gestos, en los movimientos, gustos, color de ojos o cabello. Otros niños y niñas temen olvidar esos rostros, esos gestos, o tal vez temen ser olvidados una vez más.
Algunos rechazan con aversión esa parte de su historia, como si fuera posible empezar de cero. Otros necesitan encontrar una manera de hilar un continuo y “recordar de dónde vinieron”. Como si fuera un acto de traición a su identidad tan sólo pensar en cambiarse el apellido. No dejo de asombrarme del paralelismo.
Así como el antropólogo prepara su kit de excavación: los cepillos de distintas cerdas de tamaños y grosor, las rasquetas, los cubos especiales para apoyar cada descubrimiento, la pala y el pico, las pinzas y la libreta para anotar cada detalle. Así nos disponemos en los procesos terapéuticos para hacer arqueología. Si bien este proceso no es exclusivo de las niñas y niños que están siendo adoptados, en ellos cobra un especial sentido. Y tal como en una investigación arqueológica trabajaremos junto a otros que nos ayudarán a armar esa historia.
En aquel documental descubrí que una de las tareas es la búsqueda del “yacimiento”: lugar donde se hará la excavación. En el proceso terapéutico es exactamente igual. Buscaremos y preparemos el terreno donde vamos a usar la pala y el pico. Esta preparación en ambos casos implica hacer mediciones, tantear la tierra, mapearla, hacer cuadrículas horizontales y zanjas verticales que permitan trabajar en estratos. Cada estrato nos hablará de una época en particular y nos permitirá ir armando la trama.
Como el arqueólogo que estudia la estratigrafía, nosotros haremos el estudio de cada uno de estos niveles que contienen una parte de la historia del origen.
¿A partir de qué? A partir de esos trocitos del presente. Como si tuviéramos delante nuestro el fósil más delicado que hallamos rescatado. Entonces procedemos a limpiarlo, sacarle el sedimento, barrer con cepillos la tierra y encontrarle sentido.
Desenterrar una pieza del pasado requiere de coraje y esfuerzo, emocional y físico. Y en el caso de los niños y las niñas que están transitando los procesos de adopción es esperable que sean acompañados por los profesionales que están a cargo de su tratamiento para llevar adelante tal empresa.
Como los arqueólogos , los terapeutas junto con esos niños y niñas harán un trabajo de cuidado amoroso de cada pieza encontrada, con una paciencia infinita, aunando esfuerzos. Es interesante ver cómo los antropólogos rescatan una pieza. A la cuenta de tres, aúnan su atención, su esfuerzo para poder mover todos al mismo tiempo la pieza hallada sin romperla. El cuerpo del arqueólogo tiene un lugar fundamental en todo este proceso. Tal cual ocurre en las sesiones terapéuticas.
Los arqueólogos utilizan palas cuyos mangos terminan en Y para que las maniobras sean más eficaces y el movimiento de hombros que deben hacer no los lastime. Es el mismo danzar de nuestros cuerpos cuando acompañamos a la niña o al niño en su propia excavación. Paleamos juntos, poniendo en una carretilla la tierra que no nos permite ver aquello que estamos buscando, pero con cuidado de no dañar nada a su alrededor.
El cuerpo del terapeuta y el de la niña o niño llevan el ritmo de la excavación, hasta podríamos decir que lo guía. Una niña miraba sus cicatrices en su brazo y me decía: “¿Paula podemos ir pedacito por pedacito en cada cicatriz?. Es muy difícil verlas todas juntas. Mirá si me acuerdo de algo que no quiero recordar”
¿Qué dice esa pieza suelta que encontramos? Poco. Es preciso mirarla en conjunto. Como se hace cuando se encuentran varias piezas arqueológicas. Sólo así encontraremos su sentido. Sólo así empezará a tejerse dentro de la trama de la historia.
Los arqueólogos igual que nosotros con esos niños y niñas, estudiamos esas piezas en conjunto, las observamos, las limpiamos, las fotografiamos, las sentimos en nuestras manos, las olemos, le acercamos una lupa para notar sus detalles. Este artesanal modo de acompañar a los niños y niñas a integrar su pasado necesita de una arista fundamental: la presencia activa de los padres adoptivos.
Probablemente como mostraba el documental, aparezcan divergencias acerca de la época que marca la pieza hallada, o acerca de la historia que esa pieza narra. Los padres adoptivos pueden temer a encontrar esas piezas, algunos no se atreverán a tomar la pala y el pico, otros descreerán de que esa historia valga la pena ser rescatada y otros emprenderán el viaje sumándose a la arqueología de los recuerdos.
Pueden temer que sus hijos queden atrapados en esa historia. Tal vez sea doloroso para ellos leer esos códigos secretos. Necesitarán de todo el equipo de “investigadores”, siguiendo la metáfora, para integrar ellos también esa historia a sus vidas.
Ya la narrativa no sólo se teje en ese niño o niña sino también en esos padres.
Con la libreta en la mano, el arqueólogo rescata las anotaciones para valorar los atributos y propiedades de cada pieza rescatada, sus funciones, dimensiones, comparaciones, similitudes, diferencias, conexiones.
Tal vez hay que seguir reparando ese hallazgo, o tal vez seguir indagando, construir explicaciones y sentidos. De esta manera la historia del origen comienza a sostener las espaldas de las niñas y niños para seguir caminando.
El arqueólogo es un narrador de historias y en esa historia hay dolor y alegría, hay tantas capas como estemos dispuestos a excavar. Eso sí, cuando excavamos, necesitamos hacerlo sostenidos por esos hilos que hemos trazado en un principio en el yacimiento. Esos hilos amorosos que nos hacen de colchón para semejante emprendimiento. Porque esa excavación, junto con el cuidado de cada pieza hallada, es nada más y nada menos que el proceso de recuperación de parte de su identidad.
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